Se me hace cuento.
asadoesargentino disfruto de esta lectura en el día de hoy y encuentra que es muy bueno para que todos sus seguidores también lo hagan …
Para un argentino no hay nada peor que otro argentino diciéndole cómo tiene que hacer el asado.
El de comentarista de asados es un oficio vocacional, voluntario e indeseado. En mi ya casi medio siglo de vida no he visto nunca a un asador requiriendo un consejo, mucho menos aceptándolo.
Sospecho que los asadores consideran cualquier sugerencia como una afrenta a su virilidad. Sin duda, es un desafío a su paciencia. Pertenezco a una tribu que asevera que, en el principio de los tiempos, Caín mató a Abel porque el humo de la ofrenda de Abel se elevó más alto. Quizás también quiso enseñarle a Caín cómo mejorar su fuego.
Yo no había cumplido aún el cuarto de siglo y me hallaba en mi covacha del Once, con las puertas abiertas por la falta de luz –para que se colara una gota de aire–; nada me impedía escribir a máquina. Llevaba ya tres copias mecanografiadas de la que sería mi primera novela, Un crimen secundario, todas tachonadas y laqueadas con liquid paper, y me disponía a emprender la cuarta. El sudor se me escurría por entre los dedos y caía por entre las teclas. Un difuso vapor emanaba de las vísceras metálicas. Mi vecino, Peraca, debía tener ya 27 años y era músico. Tocaba en alguna orquesta, acompañaba a cantautores de algún renombre. Nos saludábamos en el pasillo e intercambiábamos palabras en el ascensor. Siempre fuimos muy amables y generosos el uno con el otro. Nunca arreglamos encontrarnos y dejamos de vernos sin despedirnos. Cuando me vio inclinado sobre la máquina me preguntó qué hacía ese 24 a la noche. Le dije que trabajaría. Me invitó al asado en la terraza y no encontré excusas para negarme. Peraca puso pollo, matambre, molleja, cordero. Ese aroma todavía sacude mi memoria. El tal vez suegro aportó su presencia.
Separado de la madre de la novia de Peraca, el 24 le tocaba a él, y el 31 a la quizás futura suegra. Era el primer encuentro acordado entre suegro y yerno.
Completaban la reunión la hermana de Agustina, Lidia, con marido y dos hijos; una amiga provinciana de Lidia, y un primo de Peraca. El suegro, Mateo, se las arregló para ocupar la punta de la mesa más cercana a la parrilla, y arremetió desde el primer fósforo. ¿No sería mejor hacer el fuego en pagoda? La pirámide era más para iluminar que para brasa. El silencio de Peraca expresaba su compromiso con esa pareja. ¿Ya iba a poner las mollejas, no sería mejor esperar a que primero se hicieran otras cosas?. ¿No estaba muy al medio el pollo? Las patas debían hacerse más lentas; si no, se arrebataban por fuera y quedaban crudas. El carbón estaba humeando mucho, toda la carne se resentiría de esa circunstancia.
Confieso que, amén de admirar el estoico silencio de Peraca, yo mismo no sé cómo me contuve para no pedirle que se dejara de escorchar. Probé sacando temas, ofreciéndole vino, incluso una partida de truco. Pero todo lo que logré fue que Mateo le preguntara a Peraca si no quería que él, el propio Mateo, terminara el asado, para que Peraca se pudiera sentar un rato y descansar. Esa oferta tenía tanto de samaritana como un préstamo bancario. En algún momento intuí que el suegro no sólo era un plomo: estaba adrede pasándose de rosca. No lo quería de marido de su hija.
Agustina bajó al departamento de Peraca, supuestamente al baño, pero me temí que a llorar su amargura. Cuando regresó, un demorado tiempo después, traía los ojos húmedos. Se acercó a su novio el asador y le susurró un secreto. Peraca abandonó la vigilancia de su obra, cosa que no había hecho durante toda la noche, en parte para no tener que enfrentarse cara a cara con el suegro parlante, y siempre acompañado por su fiel vaso de vino tinto, se dirigió a la concurrencia con una emoción que, inicial y erróneamente, creí debida a la embriaguez. Queridos amigos, familia, dijo Peraca, me acabo de enterar, Agustina y yo vamos a tener un hijo.
Los presentes prorrumpimos en aplausos y felicitaciones. Excepto el suegro, que se quedó con la boca abierta como esperando que le entrara una de las papas a la brasa. Peraca también se había mantenido en silencio: ofreciéndole el fierro de acomodar carbones al suegro, para que acabara la faena.
–No, no– rechazó el convite Mateo–. Yo no puedo mejorar eso.
Peraca mantuvo el fierro.
–¿El pollo lo va a querer a punto?– le preguntó Peraca al suegro.
–Como vos digas va a estar bien– aseguró Mateo.
Luego, alzó finalmente la copa que yo le había ofrecido horas atrás, la elevó en silencio hacia el cielo, y no volvió a hablar del asado por el resto de la noche.
Por Marcelo Birmajer